miércoles, 5 de diciembre de 2012

Twilight Princess (III)

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En el desierto de Gerudo hace frío por la noche, un frío infernal que cala en los huesos. En este páramo pelado donde no hay ni una brizna de hierba, el viento corre a placer, haciendo desaparecer todo vestigio de calor del cuerpo. Me he planteado encender una hoguera, pero por alguna estúpida razón, no soy capaz. Estoy demasiado cansado. Demasiado... y qué más da.
No hay palabras para describir esto.
Echo de menos a Epona. Ahora mismo, cualquier compañía sería grata, cualquier cosa que me alejase de esta melancolía continua que amenaza con aplastarme. Trato de repetirme que no hice nada mal, que me comporté perfectamente, que nadie podría haberlo hecho mejor... pero no es ningún consuelo, porque sigue faltándome ella.
Me calo el gorro hasta los ojos; es un gesto tonto, infantil, pero llevo unas cuantas semanas perfeccionándolo, y además hace frío. Con el cuello bien subido y los hombros encogidos, solo mi nariz asoma de entre mis ropas. Me arrebujo más en el suelo, tratando de dormir, aunque temo que me espera otra noche en vela.
         Zuuuuuuuuuum.
Una luz intensa baña el Circo del Espejo, una luz tan intensa que la veo a través del gorro y de mis párpados cerrados. Apenas dura un segundo, pero cuando se extingue, no consigo distinguir los contornos del coso, ni siquiera con los ojos abiertos. Me ha cegado.
A pesar de todo, me pongo en pie y desenvaino la espada, aguzando el oído todo lo que puedo, girando con la espalda pegada al marco del espejo.
Solo escucho el roce de mis botas contra el suelo polvoriento, el continuo aullido del viento. Me mantengo en tensión un poco más, aliviado, antes de bajar la espada. Poco a poco mis ojos se van recuperando del fogonazo, y comienzo a ver tenues estrellas en la bóveda celeste. Cuando ya estoy envainando mi acero, oigo algo que me pone los pelos de punta.
Otra respiración.
Una respiración tenue, espaciada, como de una persona dormida o de alguien inconsciente. Saco la espada de nuevo, aunque un enemigo dormido no parece muy amenazador.
Me quedo inmóvil al menos cinco minutos más, con la espada desenvainada y todos los músculos en tensión, preparado para defenderme al primer indicio de ataque. A medida que el tiempo pasa, mi visión se va aclarando, y comienzo a ver los contornos de una figura tendida en el suelo, a los pies del espejo. 
Es una muchacha muy joven, y está prácticamente desnuda, cubierta solo por su larguísima melena y un vestido blanco muy tenue. A pesar de que no parece peligrosa, no acabo de fiarme. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? ¿Por qué lleva esas ropas tan extrañas para un desierto? Nada encaja en su presencia, y no pienso bajar la guardia.
Ganondorf y Zant me enseñaron a desconfiar. Y lo hicieron bien.
Desde donde estoy, solo puedo verle la espalda y los delgados hombros, y una mejilla muy blanca. El resto del rostro está cubierto por su pelo, negro y muy liso, tan largo que parece engullirla entera. Moviéndome con cautela, apoyo la hoja de la espada en su pómulo y le retiro el pelo con delicadeza.
Veo una sombra por el rabillo del ojo, pero intento hacer caso omiso, centrado en no hacerle daño a la niña. Porque la persona que hay tendida en el suelo es una niña de unos trece o catorce años de pómulos altos y orgullosos y ojos grandes, eso lo puedo ver incluso con ellos cerrados. Su cara está totalmente inexpresiva, como la de una muerta.
Parece tan indefensa tendida en el suelo, acurrucada en torno a su vientre en postura fetal...
Sin embargo, no puedo fiarme de ella, no debo fiarme de ella. No debo olvidar la sombra que he visto moverse entre las columnas, ni olvidar quién soy. Sé que aún queda gente que me guarda rencor... y esta niña bien podría ser el cebo de alguno de ellos, o la hija de alguno de ellos.
¿Qué iba a hacer aquí si no, en medio de ninguna parte?
La veo estremecerse, y suspiro. Catorce años, como mucho. Quiera matarme o no, no es edad para vagar sola y medio desnuda por el desierto de Gerudo. Envaino la espada, me quito los cinturones de cuero y me saco la camisa verde por los hombros, para cubrir a la extraña niña con ella. Vuelvo a colocarme la vaina de la espada a la espalda y me siento cerca de la niña, dispuesto a velarla hasta que despierte y pueda averiguar quién demonios es.
Dejo pasar las horas una tras otra, con la mente casi en blanco. El enigma de la identidad de la cría me distrae un poco de mi propia tristeza, y resulta estimulante encontrarme con algo que resolver. 
La... guerra... el enfrentamiento con Ganondorf me ha dejado en una situación extraña. Ni mucho menos quiero volver a ello, pero toda mi vida anterior parece un espejismo, algo demasiado anodino. Y sin Midna... nada tiene sentido. Me siento arrancado del destino que se me había prometido, o el que merecía. Me siento perdido y solo, terriblemente solo, más solo de lo que había estado nunca.
La presencia de la niña me tranquiliza, me proporciona algo de paz después de todo esto. Apaga mis propios problemas para centrarme en el suyo.
¿Quién es? ¿Y cómo demonios ha llegado hasta aquí?
De nuevo, la sombra. Esta vez la percibo más claramente, moviéndose con elegancia felina entre las columnas del coso. Hay algo muy familiar en ella, algo terriblemente conocido. Sin embargo, no me atrevo a perseguirla, y dejar sola a la cría. Tanto si es amiga como enemiga, o ninguna de las dos, correrá peligro si la dejo a solas. Aunque sea simplemente el de congelarse.
La sombra desaparece, y yo aflojo la presión de los dedos con los que sujeto la empuñadura de la espada. Casi al instante, vuelvo a apretarlos con fiereza.
La niña me mira fijamente, apenas incorporada, totalmente inexpresiva. Sus ojos son de un color dorado intenso, como si el sol hubiera quedado atrapado tras ellos, un color tan inverosímil que me hace desear apartar la vista tan rápido como pueda... y al mismo tiempo no me deja desenredar su mirada de la mía.

Sigue leyendo... Twilight Princess (IV)

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